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La imagen de Benedicto XVI lavando los pies de ilustres miembros de la Iglesia Católica, publicada en diversos periódicos el pasado Viernes Santo, como parte de la liturgia de la Semana Santa, me provocó diversos recuerdos de mi niñez, en torno a cómo se celebraban allá en los años cincuenta del siglo pasado los llamados “días de guardar”, en Aguascalientes y en particular en mi familia.



Tendría alrededor de cinco o seis años cuando no siendo sábado fui advertido por mi padre que tendría que bañarme, puesto que formaría parte en el templo del Sr. San José del grupo de niños a los cuales el Sr. Cura Alonso lavaría los pies como parte de los diversos actos que forman parte de la conmemoración de la última cena, desde el siglo IV de nuestra era.

En la antigüedad era muestra de hospitalidad y bienvenida que a quién arribaba a la casa de visita, se le lavaran los pies o se les proporcionara agua y toallas para que ellos mismos lo hicieran, pues en esos tiempos llegaban con las sandalias y obviamente los pies sucios de andar en los caminos polvorientos. En las casas de los ricos o pudientes se tenía a un sirviente para que realizara tal menester con los huéspedes, por ello en sí Jesús no inventó tal costumbre, pero en la última cena, como un acto de humildad y dándole el significado de que había venido a servir y no a servirse se ciño una toalla y lavó los pies de sus discípulos.

Este “rollo” me lo aprendí más tarde, pero en aquellos años de mi infancia me tuve que “tallar” en forma extra los pies con el objeto de que no quedara el menor rastro de mugre, para que el sacerdote no tuviera asco de lavarme y oliera unas “patas” apestosas, diría la sirvienta de la casa Menuda sorpresa me llevé cuando el Sr. Cura al terminar de “asearme” y besar mis pies me puso una moneda de diez pesos, como recompensa por haber aceptado formar parte de esa ceremonia, al igual que a los otros once muchachos que hicimos el papel de “los discípulos”.

En esos tiempos el Sr. Cura Alonso ya pasaba de los sesenta años y su figura era la imagen prototípica de un sacerdote que había sobrevivido a su crisis de Fe juvenil, por lo menos eso suponía, como el protagonista de la película de Robert Bresson “Diario de un cura rural”, basada en la novela de George Beranos. Era alguien que transpiraba la honestidad de su apostolado y se consideraba realizado en su labor de encargado de una parroquia, identificado a plenitud con sus feligreses y sin aspirar a otros grandes cargos, cual obispo “chocolatero” que sólo sabe codearse con los poderosos.

Digo lo anterior porque durante unos tres o cuatro años se repitió la rutina del “trabajo” del lavatorio de los pies, hasta que cierto día y en un espíritu netamente preconciliar decidió prescindir de los servicios de chiquillos y buscando darle el sentido que pretende trasmitir el Evangelio de San Juan fueron invitados como “discípulos” personas de edad madura y la mayoría de ellos, sino todos, menesterosos, para dar testimonio de vocación de servicio y humildad, como lo marcan las escrituras.

Por ello cuando veía la imagen de Benedicto XVI lavando a uno de los 12 sacerdotes escogidos para tal menester, no dejaba de considerar que había mucho de artificio en esa representación del ritual y que aunque la decisión del Sr. Cura Alonso de ya no invitarnos a participar en la misa que recuerda la última cena, lo cual repercutió en nuestros bolsillos, no puedo dejar de reconocer que actuaba con mayor autenticidad, acorde a su sentido de apostolado al lavarle los pies a una serie de mendigos y entonces tuve que preguntarme ante quién se inclinó el Obispo Onésimo Cepeda y otros jerarcas de la iglesia mexicana los cuales, por la manera en que se conducen públicamente, no parecen dar testimonio de estar con los pobres…

Gustavo Arturo de Alba es colaborador habitual en Crisol Plural

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